El cáncer del nacionalismo

Los habitantes del mundo están pagando un precio muy alto por seguir creyendo en el mito del nacionalismo. Los ejemplos históricos ya sobran, desde Hitller y su espacio vital en 1939, pasando por los ideólogos británicos del Brexit en 2016, hasta la última muestra de esta insensatez: la invasión rusa a territorio de Ucrania. Muchos pensadores están agobiados por los efectos que una burda ficción mantiene todavía sobre el curso de la economía y la vida social, por una idea que se parece muy, pero que muy poco, a un verdadero hecho histórico objetivo.

Vale la pena recordar que hasta antes de finales del siglo XVIII, la idea de los estados-nación ni siquiera existía. Sí que había lazos culturales comunes que hermanaban poblaciones con rasgos similares, pero la idea de una identidad nacional autónoma como la de hoy no se había consolidado. Poco a poco, esta simulación se convirtió gradualmente en el vehículo dominante de gobierno sobre territorios geográficos, reemplazando a las entidades políticas que se gobernaban a través de otros principios de legitimidad.

Hace 70 años, y hoy también, la idea de la nación se ha utilizado para justificar las peores atrocidades, la supuesta “protección de nuestra nación” se ha esgrimido para matar a personas inocentes, desplazar familias enteras, y destruir los hogares de muchas personas. La idea de nación que tienen ciertos personajes, -Putin no es ni por asomo el único: ahí están Donald Trump, Viktor Orbán, Lukashenko, o el nacionalismo religioso de los Ayatolas en Irán, por citar algunos ejemplos-, es intrínsecamente antiliberal y autoritaria, y lo que es peor, está irremediablemente anclada en el pasado. (Que a nadie sorprenda que tres reliquias como Venezuela, Nicaragua, y Cuba también apoyan la invasión).

Esto es así porque el vínculo que pretenden derivar de la idea de la nacionalidad como tal es irracional y adscriptivo, y sus orígenes son eminentemente reactivos, revisionistas, y violentos. El nacionalismo juega un bonito rol cuando de gestas deportivas se trata, pero aún en ellas puede ser llevado a extremos desagradables. Una sociedad que se reconoce a sí misma como rabiosamente nacionalista por lo general gasta todas sus energías en el resentimiento en relación con amenazar a otros, o en desarrollar una identidad autogenerada que termina siempre siendo conflictiva.

La cuestión es que una parte de la sociedad global, y de la idea de nacionalismo, está enferma, y debemos procurar la cura antes que seguir esparciendo por el mundo la enfermedad. Si yo pudiera proponer una cura para este cáncer social optaría por promover la idea del cosmopolitismo, un credo que otorga lealtad primaria a la comunidad de seres humanos como tal sin más, sin tener en cuenta distinciones de nacimiento, creencias, o absurdas fronteras políticas y territoriales. 

La antítesis de esta idea es precisamente el cáncer del nacionalismo, en el que la lealtad principal del yo es hacia un Estado y solo hacia un grupo de seres humanos con características similares. El objeto de esa lealtad principal es una ciudadanía compartida basada en la creencia de que no podemos movernos con libertad, que hay países y etnias mejores o peores, o que debemos rechazar al otro. Es hora de mirarnos fijamente en el espejo de la historia y aceptar que la sociedad global está llamada a cambiar de una vez por todas, de la misma forma que cambian y van progresando la tecnología y la cultura.

El poder de cura está en nosotros mismos. 

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