Este 2024 será, sin dudas, un año desafiante para la región. Más de una de cada cuatro personas elegirá presidente o presidenta en seis países: El Salvador (el pasado 4 de febrero), Panamá (5 de mayo), República Dominicana (19 de mayo), México (2 de junio), Uruguay (27 de octubre) y Venezuela (aun sin fecha, pero posiblemente a finales de año). Si a estos países sumamos los que escogieron a sus jefes de Estado en 2023 —Paraguay, Guatemala, Ecuador y Argentina—, estamos hablando de que el 40% del total de la población del continente habrá sido llamada a votar.
Los resultados de las elecciones en estos dos años impactan e impactarán profundamente en la región, poniendo de manifiesto grandes retos y desafíos. Precisamente, algunos de ellos se abordan en el último informe de Riesgo político América Latina 2024 del Centro de Estudios Internacionales la Universidad Católica de Chile (CEIUC): inseguridad ciudadana, corrupción, desafección democrática, mayorías líquidas, radicalización de la protesta social, contexto VUCA (acrónimo utilizado para describir o reflejar la volatilidad, incertidumbre, complejidad y ambigüedad), deterioro del clima de negocios, impacto de las nuevas tecnologías digitales y las consecuencias del cambio climático, son algunas de las aristas en las que los líderes políticos, sociales y económicos deberán incidir, gestionar o transformar.
En ese sentido, vale la pena hacer un repaso por al menos tres aspectos a observar en este año electoral; coincidente, además, con la elección presidencial de Estados Unidos.
En clave electoral
El informe advierte de un cambio en una de las tendencias más claras observadas en el último tiempo: el castigo hacia los oficialismos. En Sudamérica, por ejemplo, en 12 de las últimas 14 elecciones, la oposición se impuso sobre la candidatura del gobierno vigente. Es decir, solamente el oficialismo paraguayo, representado por el Partido Colorado, pudo triunfar entre 2018 y 2023. Esta tendencia, como bien explican Carlos Malamud y Rogelio Núñez Castellano, posiblemente no se prolongue en 2024 o, al menos, no sería mayoritaria. Esta hipótesis, de momento, se ha comprobado con la más que esperada —y polémica— reelección de Nayib Bukele.
En clave económica
Un aspecto central en este continente, más teniendo en cuenta que —según la CEPAL— la actividad económica de América Latina y el Caribe continúa exhibiendo una trayectoria de bajo crecimiento. Es, quizás, el desafío más determinante a la hora de pensar lo electoral. Si en 2023 la economía de América Latina aumentó apenas 2,2%, el crecimiento previsto para este 2024 es aún más bajo: 1,9%.
Sin embargo, la relación de los datos económicos con las sensaciones de la ciudadanía no es siempre directa. Si la percepción de la economía solía influir en sus inclinaciones políticas, hoy en día son las inclinaciones políticas las que determinan cómo perciben la economía. En otras palabras: los datos de crecimiento pueden no sentirse en el primer metro cuadrado vital y cotidiano de los electores. Aún más: los ciudadanos desconfían de las cifras; los valores que transmiten los institutos oficiales de estadística pierden sentido cuando las experiencias personales son los verdaderos termómetros de la realidad.
En clave democrática
Transcurrida casi la mitad de esta década, queda cada vez más en evidencia que Latinoamérica está atravesando cambios muy profundos desde la cultura democrática. Pero, a la vez, con economías de baja intensidad y velocidad. Los recientes ejemplos de Chile, Brasil y Argentina demuestran que las democracias de la región están ofreciendo dos opciones: deterioro como forma de renovación democrática o resiliencia como manera de supervivencia.
La primera de ellas es impulsada por la innovadora agenda de unas renovadas y briosas derechas que, difícilmente encasillables y encuadrables van desde derechas extremas, a derechas neoliberales de corte libertario. Los casos de José Antonio Kast en Chile, Jair Bolsonaro en Brasil y Javier Milei en Argentina, así lo prueban. Sus propuestas se han vuelto tentadoras para amplios sectores de la sociedad. Ya no son solamente minorías intensas, ruidosas y movilizadas. Han madurado y se han legitimado. En efecto, se han reinventado. A estos ejemplos, además, podrían sumarse los de Nayib Bukele en El Salvador y, quizás, en poco tiempo los de María Fernanda Cabal en Colombia y el del alcalde de Lima, Rafael López-Aliaga, en Perú.
La segunda, en cambio, pareciera encontrar dos problemas: la incapacidad para comprender la profundidad de dichos cambios y la falta de creatividad para construir una propuesta alternativa. La política democrática ha perdido capacidad pedagógica para explicar su propuesta y las salidas fáciles del autoritarismo, que han reducido la política a una elección fast food, plantean un combate político-electoral complejo.
Los apriorismos nos devoran y crean tentaciones. Pero el dilema podría ser aún más grave: a las dificultades para poder defenderse de los golpes bajos de los autoritarismos, se ha sumado la complejidad de los ataques. La democracia no está logrando generar una alternativa atractiva y enriquecedora para esa mayoría fatigada. Por el contrario, ha hecho de la democracia algo anticuado y, por momentos, obsoleto. Recuperar su utilidad y sus facultades puede ser el primer gran paso para derrotar a quienes se sienten autorizados para cuestionarla abiertamente.
Mientras, aparecen algunos tímidos datos esperanzadores y a contramano de las recientes investigaciones publicadas sobre la confianza democrática. El capítulo Jóvenes y cultura política democrática del reciente informe El Pulso de la Democracia, editado por Barómetro de las Américas, muestra semillas prometedoras.
En cualquier caso, la capacidad para incorporar nuevas generaciones con sus nuevas habilidades y capacidades será cada vez más central. La velocidad en la que estas transformaciones se están desarrollando en el seno de las sociedades de la región es máxima. Y en esa aceleración, la política democrática y los liderazgos económicos y empresariales deben poder avanzar para responder a la creciente —y lógica— insatisfacción ciudadana. De lo contrario, las consecuencias también serán imprevisibles y desconocidas.
La democracia sigue siendo la mejor opción, a pesar de su lánguida e insatisfactoria realidad. Así empieza el informe del Barómetro de las Américas: “Invertir en lograr una buena gobernanza y un crecimiento inclusivo resulta rentable. Mientras que con la primera prevalece el Estado de derecho, el segundo garantiza que las personas puedan satisfacer sus necesidades básicas”. Los riesgos son claros, que se conviertan en retos y desafíos es la tarea de la política democrática y de sus liderazgos.