La autenticidad es un valor político extraordinario. Quizá uno de los más relevantes. El electorado, cada vez más desencantado y desconfiado, demanda que sus representantes sean, sinceramente, lo más parecidos a las personas que dicen representar. Los electores reconocen rápidamente lo verdadero y penalizan, sobre todo, la mentira y la impostura. Desconfían del artificio, del exceso de marketing, de la pose. «Ser natural es la más difícil de las poses», decía Oscar Wilde.
Ser auténtico es ser realmente lo que parece o se dice que es. Simon Lübke ha teorizado sobre el concepto, estableciendo tres procesos para su construcción. En primer lugar, la autenticidad política realizada, que debe entenderse como el proceso de construcción social, que abarca desde lo que alguien es hasta si permanece fiel a sí mismo. Es decir, nos remite a la autenticidad como integridad, a la coherencia. «La autenticidad implica un compromiso firme con los propios principios, ya sean correctos o incorrectos», señala Lübke.
En segundo, la autenticidad política mediada, la que se construye a través de los medios periodísticos y la tecnología (por ejemplo, las redes sociales). Y, en tercero, la autenticidad política percibida. Los procesos mediante los cuales las personas se forman impresiones de los políticos para juzgar si son auténticos o no.
Otros teóricos, y en una línea totalmente opuesta, como el sociólogo Gilles Lipovetsky, defienden que la autenticidad real es el proceso constante de trabajo y esfuerzo. Para él, ser auténtico no es hacer lo que uno quiere —o mostrarse como se es—, sino llegar hasta donde se debe. Y, eso, hay que ganárselo.
En definitiva, la autenticidad implica mostrar siempre lo que de verdad uno o una es. Y eso conlleva expresar emociones, positivas y negativas, y gestionarlas para uno mismo y para los demás. La autenticidad es, también un dilema: ¿es siempre beneficiosa —política y electoralmente— esa transparencia coherente? ¿O, por el contrario, debemos controlar la verdad, regularla, administrarla, dosificarla? ¿Cuánta autenticidad es conveniente, cuánta exigible?
Los electores están, creo, hartos de la perfección hueca, de la máscara que oculta, del exceso de producción. Más que nunca, avanzan los auténticos, con sus defectos y virtudes, pero que no engañan.
Publicado en: La Vanguardia (28.04.2022)