El psiquiatra Pablo Malo Ocejo, en su libro Los peligros de la moralidad. Por qué la moral es una amenaza para las sociedades del siglo XXI, habla de una nueva epidemia que ha llegado al debate político: la hipermoralización. El autor destaca que «la tecnología y sus distintas herramientas, como las redes sociales, se ha convertido en una máquina al servicio de la indignación moral». Señala también que el papel de prescriptores de valores que antes jugaban la Iglesia o los sindicatos, por ejemplo, se ha visto sustituido por las turbas políticas. Las que prefieren el castigo a la justicia.
El impacto de la hipermoralización en el debate político tiene grandes consecuencias en la calidad democrática y en la construcción de consensos o acuerdos. Cuando los líderes políticos —y sus acólitos y militantes duros— plantean la contienda y el contraste político con fundamentos morales, el fin está cerca. Nadie reconoce en el otro (en sus ideas o propuestas) nada aceptable, si considera que sus posiciones son malas moralmente y las propias buenas, simplemente por el hecho de ser nuestras. «El mundo no consiste en gente buena que hace cosas buenas y gente mala que hace cosas malas, pues las mayores maldades a lo largo de la historia las cometieron gente que creía hacer el bien», escribe Malo.
En la política, la hipermoralización contribuye a la polarización extrema y al fanatismo intelectual. Del atril democrático al púlpito radical. Así, los individuos se ponen en alerta ante la conducta de sus oponentes, a los que consideran como el otro, que opina distinto y es inferior, y se ven apelados a actuar, ya que sus posicionamientos son los que deben ser. Pasan de querer convencer —y aceptar ser convencidos por el debate democrático— a creer que están obligados a imponer sus ideas, negar las del rival y anatematizar al oponente.
Los creyentes políticos son más proclives a la grieta política, al maniqueísmo y a considerar a los rivales y adversarios como enemigos. La fe política convierte a los militantes en yihadistas digitales, la intransigencia moral es el núcleo del desprecio al otro. Contribuye a su cosificación como peligro, a su identificación con la maldad y a la necesidad de negarle legitimidad, identidad o credibilidad. Es el imperio de las vísceras sobre las razones.
Publicado en: La Vanguardia 7.07.2022